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La rabia

  • Foto del escritor: Pablo López
    Pablo López
  • 22 oct 2024
  • 10 Min. de lectura

Actualizado: 5 nov 2024


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—Pero mami... Quiero salir a jugar un ratito. Por favor... No seas mala —el cachorro, con tono lastimero, intentaba que su madre diese el brazo a torcer, pero ella se mostraba inflexible.

—Umu, ¿cuántas veces tengo que decirte? Afuera, sí, ahí afuera, hay una enfermedad. No quiero que salgas, mi amor. ¿Cómo crees que se sentiría tu pobre madre si su cachorro bello se enferma y empieza a enojarse por todo, a sentirse mal con la luz y a salivar mucho? ¿No te dije, mi niño, que si esa enfermedad te agarra no hay nada que podamos hacer? Yo no te quiero perder, mi cachorrito precioso —el miedo era genuino; Amaia había perdido a muchos cachorros por otras enfermedades, como el moquillo, los parásitos, etc. Umut era el único que había sobrevivido, y era normal que una madre se preocupase por su hijo.

Todos los días, por el televisor que tenían en casa, había noticias de cómo se propagaba la enfermedad. Había llegado desde muy lejos y, en un comienzo, nadie le prestaba atención. “Es una pequeña salivación”, decían. “Comes un poco de hierba y ya te curas”, decían otros. La realidad es que Amaia no quería ni pensar en la posibilidad de que ella o su querido hijo contrajesen la rabia. Eso no los volvía más o menos valientes, simplemente era una familia que se amaba y que se preocupaba por el otro.

—Está bien, mami, pero extraño jugar con Duque, con Pino, con Lacera —Umu ponía su mejor cara lastimera, intentando torcer la opinión de su madre. Ya sabía que era en vano, pero luego de varios días de encierro, nadie lo culparía por intentarlo demasiadas veces.

Su madre movió la cabeza diciéndole que no, y su pequeño hijo se fue a jugar con los huesos que tenía dispersos por todo el suelo del patio. Umut era un buen chico, su madre lo sabía, y le partía el alma tenerlo encerrado en casa. Volvía más difícil el encierro ver que los otros chicos del barrio seguían saliendo a jugar como si nada. Ella había hablado del tema con las otras madres, pero le respondían que a los cachorros no les pasaba nada. Ella no era nadie para juzgarlas, pero su hijo no saldría. Solo imaginar a su cachorro iracundo, con los pelos crispados, salivando sin control y sin nada que lo pudiera calmar, le estremecía el corazón.

Amaia era una muy buena madre. A pesar de haber perdido a todos los hermanos de Umut, sabía que no había sido su culpa. Las enfermedades son traicioneras y muchas veces se llevan a seres queridos sin ninguna razón lógica. Simplemente es así. Ella no quería volver a pasar por una situación similar; sobreprotegería a su bebé con tal de estar a su lado. Se ganaba el pan de cada día trabajando en una oficina de la División Perruna Administrativa de la Ciudad. Llevaba papeles de un lado a otro, hacía balances para ver el estado de las cuentas y chequeaba que los informes presentados en su departamento coincidiesen con los números que ella tenía en la computadora. Básicamente, lo que hace cualquier perro en una oficina como esa. Trabajar en una dependencia del Estado significaba que todos los meses, como un relojito, recibía su sueldo, sin ninguna falta. Eso hizo posible que tanto ella como su hijo no tuviesen que salir mucho a la calle. Amaia compró todo lo necesario para pasar un gran encierro en casa, y así estuvieron.

Al comienzo, felices, veían Superperro en la televisión y habían comenzado una serie sobre los jóvenes cachorros que habían formado un equipo de superhéroes que salvaban a las ciudades de malvados villanos. Pero las series se empezaban a acabar y no había rastros de que esa enfermedad se fuese. Había una habitación llena de comestibles para que pasasen bien el encierro: croquetas, alimento con sabor a pollo, a verduras, botellas de agua... Había de todo. De todas maneras, no podía durar para siempre, y Amaia lo sabía. Le aterraba tener que salir a comprar cuando todo el alimento se acabase.

En los medios de televisión constantemente estaban diciendo “NUEVO RÉCORD”. Tiempo atrás, leer eso significaba algo bueno, pero en ese momento significaba que había una cifra cada vez mayor de muertos y de enfermos de la rabia. Don Bigotes, el presidente, salía cada semana a decir que había que mantener la calma, cuidarse y cuidar al otro, pero Amaia sabía que mientras él decía eso, en algunos lugares organizaban fiestas clandestinas. Mientras Bigotes hablaba de cuidar a la gente, había perros que desaparecían en manos de la policía perruna. Ella lo había votado, pero ahora no se sentía representada ni cuidada; la solución no era quedarse en casa eternamente. De todas maneras, también era cierto que no había una cura y eso no era culpa de él. Pero nadie le quitaría la sensación de que se podría haber hecho algo más.

Los días pasaron, y los medios se preocupaban por poner todos los días sus carteles rojos avisando del nuevo récord. La comida empezaba a disminuir poco a poco. Umu pasaba las tardes pegado a la ventana, viendo cómo sus amigos jugaban y se divertían. Hacían batallas, se perseguían las colas, se mordían tenuemente. No podía evitar enojarse con su madre. Él no entendía por qué ellos podían salir y él no. ¿Acaso las madres de ellos no los amaban? O quizás... ¿su madre era una exagerada?

La violencia empezaba a aparecer en las grandes ciudades. Los perros salían a manifestarse. Querían arriesgarse y vivir; no querían quedarse eternamente en casa. “No es una cuestión egoísta”, decían; “tenemos que comer y, si no abrimos nuestros locales, no tenemos dinero para alimentar a nuestras familias”. La sociedad se dividió en dos: por un lado estaban los que se quedaban en casa, atemorizados con justa razón por la rabia, y por otro lado estaban los que estaban aterrados, pero por el hambre. No era una discusión sencilla, ambos lados tenían razón. Amaia no salía de casa, pero acompañaba con su corazón a todas aquellas familias que le pedían a Bigotes que les permitiesen vivir.

La situación se volvió cada vez más angustiante. La enfermedad no amainaba, los canes que salían de casa se triplicaban y, con esas salidas, también crecían la cantidad de infectados y de muertos. Los gobernantes trataban a los que salían de necios, de brutos, de irresponsables. Amaia le explicaba a Umut cuando veían la tele que esos perros eran como ellos, solo que no vivían de un sueldo fijo, sino que dependían de sus ventas. Ella trataba de que su cachorro entendiese que esos no eran los enemigos, sino perros que tenían miedo, pero no miedo de contraer la rabia, sino miedo de no poder alimentar a sus hijos.

Amaia no le decía a Umu, pero ella también saldría a la calle a manifestarse si se quedaba sin el sustento para su hijo. No importaba lo que hubiese afuera, nadie debería pasar hambre.

La situación explotó en la ciudad donde vivían Amaia y Umut. En el período de una semana, los casos de rabia se quintuplicaron y la gente empezó a guardarse más. Los pocos que salían a la calle o terminaban encerrados en el calabozo de los policías o en una habitación de hospital. Las ambulancias iban de un lado a otro activando protocolos para el traslado de pacientes sospechosos.

La nueva normalidad de la vida de Amaia y Umut sufrió otro cambio. Ya ninguno quería ver televisión. Umu ya no intentaba salir a jugar porque ni siquiera sus amigos salían. En el aire no había más que silencio, y este solo se interrumpía cuando sonaban las sirenas. El aire llevaba una carga emocional muy fuerte; todos los perros podían oler la enfermedad, pero también podían oler el miedo, la angustia, la necesidad, el hambre.

Ya había pasado un año y la situación no se controlaba. Muchísimos perros habían fallecido de rabia, pero muchos otros, sin registro oficial, habían muerto de estrés, de ataques de pánico, de hambre. Amaia había dejado de recibir su sueldo dos meses atrás. Aún tenía comida en casa, pero era muy poca. Se le crispaban los pelos ante la posibilidad, cada vez más latente, de que tendría que salir a hacer algo, no por ella, sino por su hijo. Las dosis de comida se redujeron; empezaron a comer una vez por día. Llegó a haber momentos en que ella no comía, con tal de que Umut tuviera algo en su plato.

Su pequeño Umu... Esa enfermedad le había robado la niñez, lo había hecho dejar de ser un cachorro risueño; ahora era taciturno y poco comunicativo. Esa enfermedad no solo se había llevado vidas, sino que había arrastrado muchas cosas más con ella y aún quería más.

Un día tocaron la puerta de casa y Amaia atendió. Eran unos veinte perros bien equipados que estaban chequeando la salud de los canes del barrio porque había habido un disparo de casos. Mientras a ella y a su pequeño hijo les tomaban muestras de la boca, pudieron ver cómo a los amiguitos de Umut los subían a una camioneta. Se vieron a los ojos y no se dijeron nada; era fuerte vivir eso, pero tenían que ser aún más fuertes.

En los días siguientes, la ambulancia se llevó a casi todas las familias del barrio. En las noticias dijeron que el supermercado de José había sido el punto donde se infectaron todos. Amaia no iba allí hacía meses, por eso se salvó. Pero algo tenía que hacer; ya no tenía sueldo y sus reservas se reducían a cinco latas de comida. A Umut ya se le notaban las costillas, y a ella ni hablar. Aún no sabía a qué le tenía más miedo: si a la posibilidad de enfermarse de rabia o a la certeza de que iban a morir de hambre si no hacía nada.

Pasó un día, una lata menos. Otro más, otra lata. Tres días, tres latas. Cuatro días, cinco días, y así se acabaron las latas. Al sexto, Amaia puso a calentar unas piedras del jardín en agua hirviendo mientras Umut esperaba acostado. Cuando se durmió, ella apagó la hornalla y lloró. Lloró como nunca antes lo había hecho.

Al día siguiente, Umut se levantó y no vio a su madre en casa. Entró en pánico; hacía mucho tiempo que ella no salía. Siempre decía: “Umut, no vas a salir; afuera hay una enfermedad muy fuerte que te va a alejar de mamá”, pero ahora ella había salido. Se iba a alejar de él. ¿Qué iba a hacer un cachorrito como él? Llorar. Así se la pasó todo el día, hasta que en la noche su madre regresó. Llevaba consigo comida, pero tenía una herida en una pata: la habían mordido.

—¡Mami, te mordieron! —gritó Umu, mientras empezaba a llorar.

Amaia buscó fuerzas donde no las tenía para mentirle a su hijo.

—Tranquilo, bebé, esto es un raspón. Me caí cuando estaba buscando comida, nada más —en realidad, Don Bigotes había mandado a sus empleados a repartir alimentos. Los perros se atacaron unos a otros para conseguir un poco de comida. Ella recibió mordiscos, pero por lo menos tendría para darle de comer a su hijo. Solo quedaba esperar y ver si ese mordisco estaba o no infectado.

Esa noche se hicieron un mini-banquete. Al día siguiente, Umut vio cómo su madre tenía dificultades para levantarse. Estaba salivando mucho y, cuando él prendía la luz, ella gruñía de la irritación. Umu la dejó descansar y estuvo todo el día viendo las noticias. Escuchaba a los periodistas decir que si uno presentaba ciertos síntomas, debía llamar a un número para reportar los mismos. Su madre tenía esos síntomas, pero salir de casa era más peligroso para ella. O por lo menos eso le había dicho. La enfermedad estaba afuera, y ella ahora estaba en casa. No podía estar enferma.

Al día siguiente, cuando Umut fue al cuarto de su mamá para decirle que tenía hambre, la encontró despierta, pero con los ojos inyectados en sangre. Le salía espuma, ya no saliva, de la boca.

—¿Mami...? —preguntó tímidamente el cachorro, y su madre, sin reconocerlo, saltó para atacarlo. Umut cerró la puerta. No entendía nada, lloró y lloró aún más. Su madre estaba enojada con él. ¿Había hecho algo mal? Se preguntó eso todo el día mientras estuvo acostado en su cama. Acurrucado, con hambre, con miedo, con tristeza, Umut se durmió.

Al día siguiente, cuando Umu entró a la habitación para ver cómo estaba su madre, se tranquilizó al verla acostada. Se acercó con la cola entre las patas para pedirle perdón por haberla hecho enojar. Le lamió el hocico, se acurrucó a su lado, pero su mami estaba muy cansada y no se movía. Pasaron el día así: con Amaia sin moverse y Umut, que tenía mucha hambre, pero tenía más miedo por su madre.

Dos días, tres días, cuatro días... La barriga de Umut ya no aguantaba más. Su madre debía estar muy cansada, porque no se movía desde la noche en que había estado tirando espuma por la boca. Él llamó por teléfono al número que salía en la televisión. Supuestamente una patrulla iría a visitarlo en pocos días.

Cinco días, seis días, siete días... no pasaba nada. Ocho días, nueve días, diez días. Umut no salía de casa, pero nadie llegaba a verlo. Cada vez se sentía más débil, pero debía estar ahí para su madre; no se quería mover de su lado. Veinte días, treinta días... Umut apenas podía levantarse. Llamó nuevamente; nadie le contestó.

Umut le pasó la lengua en la cara a su mami. Hacía días que olía feo, pero era porque no se bañaba... o por lo menos eso creía él. Se acurrucó entre las piernas de ella, como cuando era aún más cachorrito, y esperó. Esperó algo que nunca llegaría. Esperó una ayuda que nunca nadie le daría. Esperó.

Exactamente sesenta y cuatro días luego del llamado, una patrulla volteó la puerta de la casa y encontró en ella a Amaia y a Umut. Sin verlos, sin analizarlos, pusieron "rabia" en los papeles y cargaron los cuerpos. Sí, Amaia había tenido rabia, pero su hijo podría haber vivido. Sí, Amaia salió de casa, pero debía hacerlo. Sí, Amaia debía haberse reportado antes. Sí... pero nadie podía culpar a una madre que quería estar con su hijo.

Nadie se enteraría jamás de lo que le había pasado a Umut. Nadie sabría jamás que el cachorro había pasado mucho tiempo con hambre, que se había sentido solo y triste. Nadie sabría jamás la historia de Amaia y Umut, porque para todos ellos eran dos números más.

Nadie sabría jamás que hubo una vez un cachorro que había hecho caso a todas las instrucciones, pero que aun así la rabia se lo llevó. No la rabia que había tenido su madre, sino la rabia de un gobierno que no había pensado en los Umuts.

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