top of page

Un Universo de Perros

  • Foto del escritor: Pablo López
    Pablo López
  • 22 oct 2024
  • 7 Min. de lectura

Actualizado: 5 nov 2024


ree

Existen diversos universos y está comprobado.

Eso nos permite pensar: ¿Qué habrá en los otros?

Stephen Hawking, en uno de sus muchos trabajos, supo decir que no necesariamente los demás universos eran iguales al nuestro, pero que a la vez debían ser muy similares. Esto es así porque los pequeños acontecimientos pueden cambiar, pero en realidad el destino encuentra la manera de fluir hacia el mismo lado.

En un universo distinto al nuestro, en una galaxia llamada Vía Perruna, en un planeta llamado Pierra, en un perrisferio sur, había un país llamado Pergentina. Era un país muy rico, con vastos territorios fértiles, ríos a sus anchas, campos por doquier, montañas con muchos recursos, etc. Sus habitantes habían llegado desde Europerro escapando de la falta de huesos que había en ese contiperro. Habían imitado los pasos del valeroso Cristóbal Dogón, el descubridor de las nuevas pierras. Mal no les había ido, porque Pergentina los recibió con los brazos abiertos y todos, pero absolutamente todos, lograron prosperar en las nuevas pierras.

Pero en la vida no todo es color de rosas y, al igual que en nuestro universo, algo tenía que pasar. Corría el año 1946 después de Percristo. Pergentina vivía una época complicada, aún no había explotado del todo sus condiciones, pero no se podía decir que estuviese muy retrasada a nivel mundial. Estaban saliendo de una dictadura militar: los bravos perros del ejército habían tomado el poder, pero en ese año se volverían a disputar elecciones democráticas donde todos los perros machos podrían elegir al siguiente persidente.

Hasta ahí, uno creería que no habría ningún problema. La democracia era una buena herramienta para definir a las autoridades de gobierno. El problema era que uno de los bravos perros que supo ser vicepersidente quería ahora llegar a persidente a través del voto. Juan Domingo Perrón, exsecretario de trabajo de los militares, era un tipo muy astuto. Si hubiera usado esa inteligencia en favor de Pergentina, las cosas hoy serían muy distintas.

El rival de Perrón en las elecciones era José Tamberro, un minúsculo caniche que al lado del gran dogo pergentino, el general Perrón, resultaba cómico. Aun así, los miembros de la Unión Perruna Radical sostenían que dentro del abanico de posibilidades, Tamberro era el mejor. A pesar de ser pequeño y no intimidante, era un perro preparado para el puesto.

El día de las elecciones había llegado y todos los perros estaban vestidos para la ocasión, coquetos, elegantes, de gala. Perrón esperaría los resultados en el bunker del Partido Perronista, mientras Tamberro haría lo mismo en el Comité Perruno.

—A ver si esos desgraciados del interior hacen las cosas bien, no me he jugado el pellejo para que ahora me vengan con que no pudieron adulterar los resultados —dijo Perrón, claramente ofuscado, en la oficina del partido.

—Señor... los primeros resultados que nos llegan de Perroba, San Juan Dogo y San Luis Terrier son adversos —bajó la cabeza Don Héctor Camperro.

—¡Esos hijos de puta! Te dije, Camperro, que a esos había que fusilarlos, ¿o acaso no te dije? Los que no son parte de la causa son enemigos de la causa. Si no confían en su general Perrón, son traidores de la patria —Perrón ladraba y gruñía a lo loco mientras decía todo esto. Camperro, como un buen perro faldero, escondía la cola entre las patas. Así como lo ven, llegó luego a presidir Pergentina, pero eso es tela para otra historia.

En el comité perruno estaban con caras de alegría. Tamberro saltaba y estaba feliz porque los resultados que llegaban eran muy óptimos.

—¡Vamos Perrosca! Ahora sí... por fin vamos a acabar con estos zánganos que tanto daño le hacen a mi Pergentina querida —Perrosca, su candidato a vicepersidente, gobernador de Santa Fe Perruna, lo abrazaba con mucha alegría. ¿Sería ese el comienzo de un nuevo estilo de vida para todos los pergentinos?

Vale soñar, querido lector... pero en ese universo las cosas fueron muy parecidas a las nuestras.

El general Perrón, viendo que sus planes se estaban yendo por el garete, empezó a relucir su chapa de perro malo. Citó a todos sus generales. Como buenos perros amaestrados, bajaron la cola apenas entraron a la oficina donde la gran sombra de Perrón los amenazaba silenciosamente.

—Ustedes me deben la vida, ¿qué se creen? ¿Que yo les pago el sueldo para que perdamos estas elecciones? ¿Se creen que yo voy a perder el tiempo y el dinero con ustedes, manga de miserables? ¿Van a dejar que esos malditos tibios de los radicales nos ganen? ¿Qué esperan para ir y dar vuelta esa elección? ¡Vayan maldita sea, vayan! —ladraba el general.

Luego de la orden del gran dogo pergentino, los perros subordinados a él salieron a cumplir con sus órdenes. Mágicamente, los telegramas de las elecciones empezaron a desaparecer y luego llegaban otros donde Tamberro sacaba solo el cinco por ciento de los votos. Aquellos que llegaban a oponerse desaparecían de la escuela y de la zona de conteos. Ese día más de mil pergentinos no volvieron a casa, mayoritariamente radicales. Mil perras lloraban por su perro, más de mil cachorros no tendrían a su progenitor en casa.

Los veedores internacionales se dieron cuenta del hecho, pero primero se comunicaron con el general. Pergentina era un país rico, y seguramente quien hacía trampa para llegar no tendría problemas en pagar una buena suma para silenciar a los demás. Perrón no era millonario, pero disponía de las arcas del estado como vicepersidente.

Las noticias empezaron a cambiar y la algarabía de los miembros de la UPR dio lugar a un desconcierto. Eso no era democracia, eso no era libertad. ¡Ellos estaban ganando legalmente, lo que estaban haciendo los demás era trampa! ¿Pero qué iban a hacer?

—Tamberro, ellos tienen armas. Son el estado. ¿Qué podemos hacer nosotros? —preguntó Perrosca, desanimado, mientras se dejaba caer en un sillón del comité.

—Yo me voy a ir a ver a Perrón, esto no puede seguir. Tiene que entender que esta elección la ganamos limpiamente y que tiene que dejar de enviar a sus matones —Tamberro se mostraba convencido de que esa era la manera.

—¿Vos crees que te va a dar siquiera una reunión? ¡José, te van a matar! —El candidato a vicepersidente estaba en lo cierto, pero Tamberro no quería oír nada.

—Si tengo que morir defendiendo a mi patria, que así sea.

José Tamberro, prestigioso veterinario, aclamado por sus compatriotas, el más votado, el que mejores propuestas tenía, el que entendía a la política como un servicio para los demás y no como un capricho personal, iba rumbo a su destino.

En el camino, pensaba que Perrón era un perro que ladraba, pero que seguramente no mordía. Si lo enfrentaba, pararía toda esa locura. Solamente necesitaba pararse enfrente, firme como un perro policía y gruñir. Si lo hacía, el gran dogo pararía esa locura. O por lo menos eso pensaba.

El dirigente de la UPR llegó a la sede del partido perronista. Lo dejaron pasar entre empujones y abucheos. Sintió que le tiraban con cosas, una de ellas medio líquida y con un fuerte olor a mierda... quizás mierda. No importaba... la patria lo necesitaba. Un paso tras otro, los perronistas le hacían gestos obscenos, lo insultaban, pero no importaba. Él necesitaba llegar a Perrón y enfrentarlo.

Abrió la puerta, aún rodeado de otros canes. La oficina de Perrón era grande. Inflando el pecho y armándose de valor, lo enfrentó, a pesar de que cuando lo vio sintió miedo de verdad.

—Perrón, detén esta locura. Ahí afuera está muriendo gente inocente, está muriendo esta democracia que aún no hemos recuperado. Como candidato a persidente, como senador de la Ciudad de Buenos Perros, como veterinario comprometido con la sociedad, como vecino que no puede dejar pasar las injusticias, te pido por favor que pares esto. No tiene que haber una gota de sangre más. Admite la derrota, Perrón, y tú y los involucrados podrán irse del país. Seguro puedes pedirle ayuda a los alemanes que huyeron luego de la caída del gobierno de Pitler —Tamberro fue más perro que nunca en ese momento, y representaba a todos los pergentinos de bien que querían vivir en una verdadera democracia.

Perrón se levantó lentamente, se acercó a su rival, y cuando estaba hocico con hocico, empezó a morderlo. Uno era un gran dogo, entrenado militarmente, deshonesto, corrupto; el otro, un caniche. La sangre brotó por todos lados. Tamberro perdía un poco de su vida con cada gota. Ese día, Pergentina también sufrió. Ese día, Pergentina lloró sangre. Ese día, Pergentina marcó su historia por los siguientes ochenta años. Ese día, un valiente caniche se enfrentó a un dogo, pero era uno solo. Nunca millones de caniches se organizaron para decirle que no al tipo de gobierno de Perrón, porque Perrón murió en algún momento, pero no su forma de gobierno.

Pergentina, luego de eso, quedó gobernada bajo el color perronista. Los nombres propios cambiaban, pero todos admiraban al general Perrón. Se habían hecho cosas buenas, algunas copiadas de antecesores, otras realmente auténticas, pero nadie se olvidaría, aunque oficialmente nunca se comprobaría, que hubo una vez un caniche que enfrentó al gran poder perronista. Un caniche valiente que miró a los ojos a la muerte y aun así no claudicó. Los caniches, los bulldogs, los yorkshire, los mestizos, los dálmatas vivieron buenos momentos y malos momentos luego de esa época, pero nunca se podría saber qué hubiera pasado si Tamberro hubiera ejercido la persidencia.

Los perros de Pergentina, en la actualidad, votaban perronismo por tradición, por falta de opciones, por miedo quizás. Pero universos como ese había millones. Existe el nuestro, con algunos cambios. Existe otro donde no gobiernan los perros, sino los gatos. Si los perros supieran que en ese universo, tan distinto pero a la vez tan parecido, en 1946 ganó la Unión Gatista Radical con José Gatorini, y en el 2020, Gargentina era la potencia del gatisferio sur...

Entradas recientes

Ver todo
bottom of page